JOKER. LEÓN DE ORO


Ocho minutos de ovación en el Festival de Venecia, que premió Joker con el León de Oro; aplauso unánime de la crítica que da como seguro el Oscar a Joaquin Phoenix, y dos polémicas que animan el debate: una artística, que habla sobre la fidelidad al cómic, y otra sociopolítica que se centra en la justificación de la violencia. En otras palabras: Joker tiene
 todo para ser la película del año.Naipe, Joker, Tejido, Estructura
Los premios de Venecia son merecidos. La película es prodigiosa desde el punto de vista cinematográfico. A Todd Philips, director –conviene no olvidarlo– de la saga Resacón en las Vegas, así como a Warner y a DC Comics (los dueños de la película y el cómic) le dieron libertad absoluta para abordar el origen de Joker, el payaso asesino archirrival de Batman. Y Philips utilizó esa libertad para construir un poderoso guion centrado en el personaje: un enfermo mental que trata de ganarse la vida haciendo reír a los demás en un Gotham cada vez más hostil, oscuro y violento. Un Gotham que acaba devorando a sus propios hijos, como el Nueva York de Taxi driver, al que el propio Philips cita como referencia.
Estamos ante un retrato psicológico y sociológico muy ambicioso. La película sigue al villano y entra en los pliegues más recónditos de su compleja personalidad: en sus miedos, sus deseos y sus recuerdos, y va construyendo la historia –la suya, la de Gotham e incluso la de Batman– desde ahí. Y, a partir de esta historia, Joker habla de la enfermedad mental, de la paternidad, de la precariedad y sus consecuencias, de la necesidad de afecto y del dolor de la marginación. Este tapiz permite entender al villano. Entenderle, que no es justificarle. No pienso que la película convierta el villano en héroe. Convierte al malo en persona, lo que, sí, puede ser el primer paso para redimirle, pero también es el primer paso para entender que detrás de cada héroe o malvado hay una decisión libre de optar por un camino o por otro.
Para dar vida a este laberíntico personaje hace falta un actor a la altura. Hablar de Joker es hablar de Joaquin Phoenix. Casi 120 minutos incendiando la pantalla. El actor, además de hacer un esfuerzo físico sobrehumano –perdió 23 kilos para dar fragilidad a su personaje–, estudió a fondo algunas manifestaciones de la enfermedad mental y realizó una transformación sorprendente. De la risa al llanto, de la frialdad a la violencia, del sadismo a la ternura. Una interpretación delirante y sumamente dolorosa. Una encarnación del Joker como en la peor de nuestras pesadillas.
Con el guion y el personaje puntuando a este nivel, era suficiente para que Joker fuera una gran película. Pero sigue sumando. Porque al servicio de esa historia y de ese personaje hay además un uso absolutamente expresivo del color, una fotografía apabullante, y una banda sonora y un sonido espectaculares.
No he dicho nada del debate, porque lo dejo al espectador. Solo unos apuntes: Joker no es una película de superhéroes. Es la historia de un villano, y un villano especialmente violento. La cinta es violenta y es adulta. Los paralelismos con la realidad son evidentes. De hecho, Philips confiesa que ha creado su historia con un pie en el cómic y otro en el mundo real. Un espectador adulto es capaz de leer la película y extraer sus propias conclusiones. Y una de ellas es, desde luego, que el camino de la violencia –por muy explicable que pueda ser a veces– acaba siempre en precipicio.

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