VITTORIO MESSORI




Mi primer encuentro con Benedicto XVI


   En lugar de un temible Gran Inquisidor, encontré una persona entre las más corteses, mansas e incluso tímidas que había conocido jamás. En lugar de un ideólogo fanático, encontré a un hombre dispuesto a escuchar, a comprender, a interpretar lo mejor posible el pensamiento de su interlocutor, firme en lo esencial pero elástico en lo accesorio.

   Los colegas me piden que cuente al menos los comienzos de la relación, que dura desde hace 25 años, con aquel hombre cuya renuncia ha conmovido a mil millones de católicos y creado un estado de alarma en el mundo entero. Y me recomiendan que no dude en seguir una «línea personal». Lo hago con gusto, pero también con un poco de melancolía: en efecto, con el imprevisto fin del pontificado de Benedicto XVI termina también (por lo poco que pueda valer) la parte central, la más comprometida de mi recorrido personal. Siento un poco de incomodidad al dejarme caer en el autobiografismo, pero así no sólo cumplo con el deseo de la revista: para justificarme, también se da el hecho de que esta pequeña historia se enlaza con las visicitudes del Grupo que edita esta revista semanal (Famiglia Cristiana, revista semanal que ha publicado originalmente este artículo, N. de la T.).

   Sucedió de hecho que, al final del lejano año 1978, dejé tanto una ciudad como un periódico que amaba (Turín y La Stampa), aceptando la invitación del inolvidable
don Zilli para crear el mensual religioso de Famiglia Cristiana, dándole el nombre más comprometido. Nada menos que la revista Jesús: al modo latino, que quede claro, no con la pronunciación inglesa que, para mi decepción, he escuchado después pronunciar muchas veces. La convocatoria en Milán se debía al singular e imprevisto éxito de mi primer libro, Hipótesis sobre Jesús, que había centrado la atención en lo que yo era hasta entonces y que no me disgustaba en absoluto: esto es, un simple y tranquilo redactor del suplemento cultural del periódico de Casa Agnelli.

   La redacción inicial del nuevo proyecto mensual paulino estaba realmente reducida hasta el extremo: un director, don Antonio Tarzia (que volvió después a la dirección del periódico, después de otras experiencias editoriales), una joven y brava secretaria, Maura Ferrari y el que suscribe. Junto a don Totò, como sus amigos siempre lo habíamos llamado, decidimos que el plato fuerte de cada número sería una entrevista larga y en profundida con los mayores protagonistas del pensamiento —ya fueran cristianos, ya fueran de otras religiones, ya fueran agnósticos o ateos— con el título «Diálogos sobre Jesús». De aquí nacería, después de años de trabajo, un libro que todavía permanece enel catálogo de Mondadori, Inchiesta sul cristianesimo. Cada mes añadía a mi colección el retrato de una persona con autoridad pero, a partir de un cierto momento, comencé a acariciar un sueño: ¿Por qué todo mi indagar se realizaba alrededor de la fe, de la posibilidad de creer todavía? ¿Por qué no interrogar a aquel que —en la Iglesia católica— era el custodio, el guardián de la ortodoxia? Pablo VI había renovado profundamente lo que había sido el Santo Oficio, en torno al cual se había creado una tenaz leyenda negra. Para suceder a la temida institución se había creado una nueva Congregación, la llamada «para la Doctrina de la Fe». Juan Pablo II llamaría después para dirigirla al arzobispo de Monaco de Baviera, ya profesor universitario de Teología, un tal Joseph Ratzinger. Había leído una Introducción al cristianismo suya que me había gustado, al igual que me gustaron las declaraciones y documentos que comenzó a producir en su nuevo servicio romano.

   De esta manera, me atrapó una especie de pensamiento fijo: ¡Aquel cardenal bávaro era el hombre que yo necesitaba para completar mi gran serie de testimonios sobre la fe! Los pocos a los que se lo di a entender me miraban con una sonrisilla irónica; alguno me aconsejaba un poco sarcásticamente un periodo de reposo, ya que era evidente que comenzaba a delirar.

   Pero, en resumen, ¿me daba cuenta de que, a pesar del cambio de nombre, aquella seguía siendo la heredera directa del Santo Oficio de los inquisidores, la única Congregación de la Iglesia cuyo archivo estaba todavía rigurosamente sellado, la institución que había hecho del secreto y del silencio su esencia? Sí, me daba cuenta. Y sin embargo... Y sin embargo sucedió que la vigilia del 15 de Agosto de 1984 paseaba delante del portón del gran Seminario de Bressanone esperando a Su Eminencia Joseph cardenal Ratzinger, que me había concecido una cita no para un par de horas sino para, quien lo diría, tres días.

   El proyecto no era una breve entrevista para un periódico, sino una conversación sin cuartel que se convirtiera en un libro: la editorial, obviamente San Pablo, también porque (se lo reconozco con gusto y con agradecimiento) el director don Totò había sido de los pocos que no me había considerado incoherente, más aún, había trabajado también él para conseguir aquel objetivo que parecía una utopía. Como decía, paseaba en la plaza de Brixen—Bressanone, esperando alguna limusina negra con matrícula SCV. En su lugar, llegó una Volkswagen con matrícula Regensburg, conducida por un hombre de aire afable (supe después que era su hermano) y salió un sacerdote con un modesto clergyman de párroco, con un rostro de juvenil curiosidad que contrastaba con la corona de pelo totalmente blanco. Pero sí: era «él». Tres días después saldría de aquel portón con una veintena de horas de grabación en la bolsa de viaje que sacudirían a toda la Iglesia y que todavía hoy se siguen reeditando en muchos idiomas, bajo el título Informe sobre la fe.

   Comenzó así una relación que, aunque de un modo lógicamente discontinuo, se prolongaría en el tiempo con diversos encuentros (hasta llegar a uno más bien reciente) que me permitieron profundizar en el conocimiento del hombre que me pareció rápidamente lo contrario precisamente a la «leyenda negra» creada sobre él. En lugar de un temible Gran Inquisidor, encontré una persona entre las más corteses, mansas e incluso tímidas que había conocido jamás. En lugar de un ideólogo fanático, encontré a un hombre dispuesto a escuchar, a comprender, a interpretar lo mejor posible el pensamiento de su interlocutor, firme en lo esencial pero elástico en lo accesorio. En lugar de un sacerdote tenebroso y hosco, encontré una persona de agradable humor, dispuesta a sonreír y replicar a las bromas con finura. En lugar de un hombre anclado en el pasado, encontré a una persona curiosa e informada no sólo de los avances y tendencias de los estudios teológicos y filosóficos, sino también de todo lo importante que sucedía en el mundo. En lugar de un cardenal encaramado a la púrpura, encontré a un sacerdote sorprendido por todo lo que le había sucedido, que había aceptado los altos nombramientos sólo por amor a la Iglesia y que hablaba con un poco de pena de los estudios interrumpidos, de los proyectos editoriales pospuestos sine die.

   No era fácil, en el clima eclesial de aquel entonces, hacer pasar esta imagen, la auténtica, del presunto heredero de los inquisidores, por añadidura alemán y que incluso había pasado (obligado, al igual que todos sus coetáneos) por las Juventudes Hitlerianas. Quizá, sólo después de la elección al papado, la Iglesia y el mundo han descubierto poco a poco quien era verdaderamente el auténtico Ratzinger. Muchos, muchísimos, al descubrirlo le han amado. Y ahora, respetan su decisión pero se entristecen ante la perspectiva de no verlo ni escucharle de nuevo repetir —amablemente, no amenazadoramente— la verdad que la Iglesia anuncia.

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