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ESCRIBIR ES RESISTIR: FALLECE ANA MARÍA MATUTE



                              Ana María Matute reía como ríen las brujas buenas, esas que se niegan a
creer que esto de la vida es un golpe bajo. Bromeaba siempre y espantaba el peso de las turbulencias de una infancia fea, fea y una madurez que no cambió mucho de color. Con la salida de la primera antología de todos sus cuentos, hace tres años en edición de Destino, La puerta de la luna, dijo que le hacía mucha ilusión el voluminoso tomo, porque así podía comprobar cuánto había trabajado en todos esos años, restando importancia al valor de su obra.
Pero detrás de esa máscara apacible había marejada, una tormenta vital, que se dejaba entrever en pequeños detalles, como los que forman sus primeros cuentos, últimas novelas y hasta en el discurso del Premio Cervantes de 2011. Detalles insignificantes que son el ADN de la intimidad, como su firma. De los archivos y documentación que conservamos de la obra de Matute nos detenemos en su firma, reflejo de esas tormentas.


Su firma en los primeros manuscritos que llegan a la censura tiene unas emes altísimas, como palos sin unir, rectos y tiesos. Casi eles. “Ana Laría Latute”. Poco a poco, con los años, con los golpes, los recortes, las desaprobaciones,los rebuznos de los censores en sus informes de lectura y las tijeras impuestas, las emes de las firmas de Matute se unen, se apelmazan. Terminan por domarse, a pesar de la resistencia. La partida era difícil, enfrente tenía al aparato franquista, que consideraba la literatura material de contrabando, conducta peligrosa y prohibida, matute.

En Carmen Balcells tuvo un ángel de la guarda, que le ponía cinco mil pesetas en un taxi rumbo a casa de Ana María, cuando se quedaba a cero. Que fue una constante. La dedicación de la agente literaria con la académica fue especial.
La propia autora escribe en 1996 -año en el que vuelve a la vida tras un larguísimo silencio, con Olvidado rey Gudú- una carta a Balcells en la que le dice que desde niña, cuando “sólo tenía amigos, no amigas” y una madre severa, deseó tener “una amiga como tú”. En esa misma carta hay una imagen estremecedora del sonido de las pisadas amenazantes de su madre acercándose por el pasillo y ella temiendo lo peor.
Antes, en noviembre de 1985, le confesaba sus carencias económicas por escrito: “No quiero ocultarte que las estoy pasando moradas”. Jaime Salinas  tardaba  más de la cuenta en ingresarle el importe por el Premio Nacional de Literatura Infantil. Los problemas económicos no desaparecieron con los años, a finales de los ochenta vivía con la amenaza del desahucio y Telefónica le había cortado el servicio por falta de pago.
En 1998 firma por una nueva edición de Los niños tontos 600.000 pesetas, y en 1992, por la aparición de Luciérnagas, 3.000.000 de pesetas. Entre la documentación que se custodia en el AGA -a la que la agente prohibió el acceso después de las informaciones de los dos periodistas que pudieron cotejarlas- también aparece una misiva indignada con los responsables de Destino, en 1997, por las ventas “irrisorias” de sus obras en los últimos cinco años. Desconfiaba la autora de la veracidad de esas cifras.
“No cabe duda de que la conducta de ustedes como editores afectó y afecta tanto a mi obra como a mi persona, y que por tanto de ustedes depende en gran medida mi condición económica como mi cotización en el mercado editorial”, y les comunica, a través de su agente, que zanja su relación con ellos.
estupidez humana, la eterna rueda que repite su egoísmo, ansia de poder y destrucción; decía que este mundo está tan desquiciado como aquel en el que vivió a los 14 años, y que escribía para mejorar su entorno, aunque para ello fuera necesario herir y molestar al lector. Así sucede con Los hijos muertos(1958), una obra incómoda contra la corrección y lo previsible desde el mismo título. La mejor novela que se ha escrito de la posguerra.
Escribir es fabular, porque limpia de complacencia el territorio de la fantasía y los relatos de un mundo podrido, justo ahora que andamos de moraleja hasta las cejas. Matute señalaba a sus lecturas a los cinco años como el germen de su oficio. AndersenGrimm y Perrault, en esencia. En ellos aprendió a jugar en corto contra la trampa de la delicadeza y de la manera más cruel. Se reía también cuando le hablaban de su literatura como fantástica. “Yo hago literatura mágica”, con espontaneidad.
Escribir es hablar: “Puede sonar a tópico, pero siempre me he puesto en el léxico de mis personajes”, buscando la expresividad. Por ejemplo, recordaba la palabra “estropiado”, que daba la sensación de que así, todo “se estropeaba mucho más”. Los niños y ella. Empeñada en tender puentes entre el infante y el adulto. “Hay que rebelarse contra eso. Yo era una niña muy introvertida y muy solitaria”, contó a este periodista. 

 También es silencio y la soledad. “Es posible que el silencio sea la felicidad”, hizo decir a uno de sus personajes para citar sus propios deseos. El silencio lo abarca todo en su obra y lo reclamaba para su ejercicio. “La escritura es una aventura solitaria”, y el escritor un ser ávido de soledad, porque los descubrimientos nacen de ahí. Prohibía que entraran en su estudio mientras escribía.

Nunca dejó de decir lo que quiso. Aunque el precio fuera enmudecer.

En  los  Cursos  de  verano  de  El  Escorial,  tuve  la  oportunidad  de  conocerla  y  escuchar  una  conferencia  que  dió  a  algunos  de  los  alumnos.

No  conocía  bien  su  vida,  pero  se  traslucía  efectivamente,  ese dolor  interno  que  sabía  llevar  con  mucha  elegancia,  y  diciendo  lo  que   le  suponía  escribir,  siempre  pensando  en  cómo  iba  a  ser  recibida  esa  novela.

          Mujer   luchadora,   y  valiente!!!!!!


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